A medida que los gobiernos se comprometen con el ahorro energético, la normativa de regulación de la construcción se hace cada vez más exigente. No obstante, este tipo de procesos albergan a menudo el riesgo de que los desarrolladores, inmersos en la vorágine del proyecto, acaben por ‘pasar’ los controles normativos sin llegar a alcanzar realmente los objetivo técnicos subyacentes en los mismos.

A día de hoy el sistema de control energético del edificio se enfoca de forma muy específica en la predicción de cómo funcionará el mismo y carece de un nexo rígido con el comportamiento real de este a lo largo de su vida útil.

No son pocos los ejemplos documentados de edificios con grandes aspiraciones de diseño en lo referente a la reducción del consumo energético que, durante su vida útil, se demuestran incapaces de cumplir con las expectativas.

Esta ‘brecha de rendimiento’ o ‘performance gap’ entre lo proyectado y lo construido deriva en todo caso de errores humanos en el sentido de que, en la actualidad, las herramientas de simulación energéticas ya son lo suficientemente precisas como para que el error achacable al cálculo sea despreciable.

La brecha de rendimiento deriva por tanto y fundamentalmente de errores de calibración en las asunciones que debe hacer el diseñador a la hora de modelar la simulación. Estos errores de calibración no son fruto de una mala praxis ni de un mal uso de la herramienta, sino del desconocimiento de cómo el usuario final ejercerá la utilización del edificio y de una falta de comunicación entre el estudio de arquitectura y el ocupante.

Asumir que una vivienda tendrá un comportamiento energético excepcional gracias a una fantástica envolvente térmica absolutamente estanca y aislada combinada con un buen recuperador de calor es, sin duda, correcto. Pero si no se le trasmite al usuario que dicha vivienda no requiere ventilarse cada mañana de forma natural abriendo todas las ventanas, de nada servirá toda la instalación y la predicción, evidentemente, fallará.

Peor será el caso en el que el usuario simplemente dude de la eficacia del sistema y, por iniciativa propia, decida utilizar el edificio no como estaba previsto, sino como le resulta más cómodo a él, ventilando cada mañana todas las estancias de forma natural.

La brecha de rendimiento es, en la mayoría de los casos, fruto de una profunda desconexión entre las asunciones del arquitecto respecto a cómo se utilizará el edificio y cómo este acaba funcionando realmente.

Es por este motivo que es, hoy más que nunca, imprescindible estar en contacto con el usuario, reconocer sus necesidades y hábitos, explicarle las bondades de los diferentes sistemas a su disposición y, sólo si él está dispuesto a intentarlo, proponer sistemas con los que no está familiarizado hasta la fecha.